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Gea

VIAJE AL NORTE

VIAJE AL NORTE

En la tribu de Winna  se contaban muchas leyendas. Decían que antes de que los seres sin color llegasen,  sus hombres eran valientes cazadores que recorrían las tierras secas atravesando la montaña sagrada y que en los valles que esta oculta, allí donde abundaba la caza, proveían a la tribu de todo lo necesario para vivir.

En ocasiones luchaban con las tribus cercanas para dejar claro cual era su territorio, a veces  perdían, pero de eso las leyendas no hablaban. Solo lo hacían de sus épicas victorias y del arrojo y el valor que los jóvenes guerreros mostraban ante sus enemigos.

Luego todo cambió, llegaron otros pueblos poderosos  con armas que escupían fuego y capturaban a todo aquel que se aventuraba más allá del  seguro refugio del poblado. Dicen que los llevaban encadenados hasta la costa y allí los engullía un monstruo enorme que los transportaba nadie sabía muy bien adonde. Lo que sí sabían era que a veces en su gula desmedida la fiera quería tragar a tantos seres humanos que en ocasiones los vomitaba arrojándolos a la profundidad del océano.  

Los más  viejos decían  que el mar devolvía siempre  los cuerpos pero se quedaba con las almas.  De manera que todos en la tribu de Winna sabían que una multitud de espíritus errantes vagaban  perdidos entre las brumas. Seguramente sin saber qué hacían  flotando  eternamente entre las distintas brisas. Quizás ni recordaban  que un día tuvieron un cuerpo.

Por eso todos ellos temían al mar. Afortunadamente su aldea estaba tierra adentro y allí se sabían a salvo de ese  ejército silencioso e inmortal que las aguas acogen.

Las cosas no iban muy bien, el dios del cielo que riega los campos para que estos den vida, se había olvidado hacia mucho tiempo de ellos. Cada vez había que ir un poco  más lejos a coger agua, en ocasiones dos o tres jornadas empleaban  las mujeres en llegar al  lugar adecuado. 

Las tribus ya no respetaban los territorios que sus antepasados habían ocupado desde que el gran padre los repartió  entre las diferentes etnias. Los crudos, o los blancos como a ellos les gustaba referirse a si mismos, se habían apoderado de lo que siempre les perteneció y se lo repartieron entre las grandes tribus de un  lejano Norte que entonces no se atrevían ni a intuir   y no respetaron ni costumbres ni fronteras.  

Desde entonces las cosas no habían hecho más que empeorar, aunque ya eran los seres humanos, así  se referían en la tribu de Winna a los primigenios moradores de su vasto continente,  los que gobernaban sus territorios,  lo hacían sin respetar las viejas leyes y las guerras entre ellos se sucedían haciéndoles la vida aún más difícil.

Las mujeres eran las que más perdían siempre. La violencia desatada se había cebado especialmente en ellas que eran fácil presa de los combatientes fuesen del bando que fuesen, las violaciones se habían convertido en algo tan habitual que lo realmente extraño era encontrar alguna familia que no hubiese sufrido semejante humillación.

Ir a buscar agua se había convertido en un peligroso quehacer.

Precisamente la llegada de Winna a este mundo se produjo mientras su madre se dirigía hacia el raquítico  manantial que ya casi ni merecía tal nombre. Le  había  contado tantas veces la  historia  que creía hasta recordarla.

Ndaja, su madre,  se levantó  esa mañana de su choza sin haber pegado  apenas  ojo. Estaba ya  tan abultada que casi ni podía moverse y la reseca tierra que le servía de lecho cada vez se le antojaba más dura.

Pesada y cansada se incorporó  para iniciar su dura jornada. Ese día, como todos, tenía que ir a por agua, por el camino buscaría alguna raíz que le sirviera de alimento, llevaban tanto tiempo con la sequía que encontrar alguna era una difícil tarea. Tendría que conformarse de nuevo con las hormigas, casi plato único en los últimos tiempos.

Ese día se le antojó infinita la distancia hasta la charca, cada paso era un esfuerzo añadido al anterior. Según la gran madre, esa luna nacería su hijo y la gran madre nunca se equivocaba en sus predicciones, en cualquier momento se presentaría su criatura.

Le preocupaba el poder alimentarlo después, estaba en los huesos y se preguntaba como de un esqueleto, que era en lo que prácticamente se había convertido, podía haber prendido la vida y crecer dentro de ella, o más bien a expensas de ella. Tenía catorce años y era su primer hijo, pedía al cielo que fuese varón y que de sus pechos convertidos apenas en un pellejo, manase la suficiente leche para poder verlo crecer.

En la tribu cada día veía a las madres enterrar a sus hijos, decía el jefe que de seguir así su raza se extinguiría. Ese diario desfile de jóvenes madres con sus pequeños ya muertos en brazos, pequeños que apenas eran un amasijo de huesos, se estaba convirtiendo en un macabro ritual. Los llantos maternos eran un agudo quejido que se escapaba de lo más profundo de sus almas y desgraciadamente se había convertido en el sonido de sus vidas.

Parecía como si ni la tierra quisiera recogerlos, cada día era más dura y más seca, hasta cavar sus tumbas se había convertido en un terrible y trabajoso esfuerzo.

Todos estos pensamientos la envolvían mientras caminaba hacia la charca, cuando notó que un líquido viscoso se escurría entre sus piernas. Enseguida empezó a sentir los primeros dolores. Se dirigió hacia un matorral y tras él se agachó a esperar.

Mientras su frágil cuerpo era sacudido por las contracciones cada vez más virulentas, fue agrupando bajo su cuerpo las escasas hojas que había a su alrededor, por si se le escurría su pequeño que su primer lecho no fuese la reseca tierra.

Así fue como Winna llegó  a este mundo. Los dioses no quisieron escuchar a Ndaja y no le dieron el ansiado varón, sino a una niña que contra todo pronóstico había nacido fuerte y sana.

Ese era uno de los muchos relatos que a su madre le gustaba  contar cuando por la noche se sentaban alrededor de la hoguera.  Ndaja era la segunda esposa de Noru,  padre de Winna, a pesar de que los tiempos no hacían razonable tener más de dos mujeres, Salum poderoso guerrero hermano de Noru, había muerto dejando mujer y tres hijos. Según mandaban las costumbres fue su hermano mayor el que heredó a su prole. De manera que las veladas nocturnas se animaban con tanta mujer, verdaderas dueñas de la tradición  de sus mayores.

Una de las aficiones favoritas de su madre, que Winna heredó, fue la de trenzar el pelo de sus muchas hermanas y a esto se dedicaba mientras su mente se llenaba de las  fabulosas historias que después ella tendría que legar a sus futuros hijos.

Su infancia se acabó muy pronto, apenas su cabeza alcanzó el tamaño idóneo para transportar agua y sus piernas la resistencia necesaria para hacerlo durante largos trayectos.

A los siete años estaba previsto para ella, como así había sido desde siempre, pasar por la ceremonia que la convertiría en una mujer apta y honorable para el matrimonio: la ablación.  Afortunadamente no tuvo que pasar por ella.

En los últimos años grupos de blancos se habían asentado cerca de su poblado y compartían la dura tarea de sanar a los enfermos y alimentar a los hambrientos, por eso su infancia no fue tan dura y por eso ella no tuvo que comer hormigas, al menos un plato diario tenía incluso en los meses de mayor escasez.

También les habían enseñado a canalizar el agua cuando la había y así poder explotar pequeñas huertas.

Todo esto lo hacían siempre las mujeres, los hombres estaban demasiado ocupados matándose unos a otros cuando había guerra, o contando sus hazañas   en tiempos de paz.  

Además de  eso, las mujeres blancas también  hablaban mucho. Ellas debían ser las guardianas del  saber de sus tribus porque compartían con las suyas  su sabiduría  que aunque muy diferente en ocasiones llenas de razón. Una de las cosas de las  que trataron con  su madre y sus tías fue la  necesidad de parar ceremonias como la de la extirpación del clítoris.

Eso supuso una pequeña guerra intestina, las mayores se negaban siquiera a oír hablar sobre ello ya que ninguna mujer sería pura ni bella si no pasaba por eso. Pero las más jóvenes que aún sufrían en carnes propias las consecuencias que tan salvaje práctica acarreaba, infecciones, dolores terribles durante el acto sexual , desgarramientos innecesarios en el parto etc… empezaron  a considerar la posibilidad de evitarles a  sus hijas semejante prueba. Ndaja fue una de ellas y así fue como Winna se vio libre de tan dura tradición, gracias también a   que cuando llegó su momento Noru se hallaba ausente en una de las muchas guerras de las que nunca sabían si volvería o no.

La influencia de las pálidas  forasteras en la mente de Winna fue mucho mayor de lo que nadie podía sospechar. Le gustaba pasar su escaso tiempo libre junto a ellas. Aprendió su extraña lengua y al igual que hacia con sus mayores en las largas noches de tertulia, se embelesó escuchándolas. Hablaban de cosas que ninguno de los habitantes de su poblado hubiese llegado a imaginar siquiera que existían, ni siquiera Broumni el gran brujo que sabía leer en las nubes y en la arena  según la forma que estas  adoptasen.

Supo que en el lejano lugar del que ellas venían comían hasta tres veces diarias y que el mayor problema de sus gentes era que sus carnes estiraban tanto que llegaban a crecer en redondo hinchándose como si les hubiese picado una boa. A pesar de su gran imaginación a Winna le costaba creer algo así. Eran tantas las cosas que superaban sus escasos conocimientos del lejano mundo del Norte, que llegó a pensar que era un lugar mágico donde los espíritus no vagaban errantes sino que se habían convertido en puertas por las que derramaban una abundancia inimaginable para ella.   

                                                                2 

De una de las guerras, su padre no volvió y aunque poco aportaba a la escasa economía familiar, la falta del cabeza de familia obligaba a romper los vínculos entre las distintas esposas y su numerosa prole. Mandaba la ley que solo la primera junto con sus hijos tenía derecho a la casa y así fue como Njada se vio obligada a irse del  que había sido su hogar hasta entonces.

La sequía de los últimos años, las guerras interminables y las nuevas ideas que poco a poco se habían adueñado de ella también, la hizo encaminar sus pasos hacia la ciudad, quizás allí encontrase un futuro mejor para sus hijos.

Siguiendo los consejos de las más ancianas se apartó de los senderos, solo los forasteros los siguen,  le explicaron y los van sembrando de muerte y violencia. De manera que con sus escasas pertenencias en la cabeza y con sus cuatro hijos comenzó el camino hacia sus sueños.

       Había que ir hacia el noroeste, llegarían a la ciudad en  dos lunas si no había complicaciones. El viaje fue tan terrible como cabía esperar, las hormigas que Winna no había probado en su infancia saciaron su hambre durante muchas jornadas, pero gracias a los consejos de las ancianas se libraron de los peligrosos caminos llenos de asaltantes y asesinos sedientos de sangre.  

       En alguna de las tardes que pasó con las forasteras de batas blancas las oyó decir que su país era el  más pobre de África, que era lo mismo que decir que era  el más mísero entre los míseros. Ella nunca había conocido otra cosa, pero empezaba a sospechar que existía otro mundo muy diferente al suyo y que siguiendo el camino del norte lo encontraría.

       Quizás fue su dieta de hormigas lo que la hizo tomar la determinación que cambiaría su vida pero cuando terminaron ese viaje, supo que no descansaría hasta llegar a ese edén que por alguna extraña razón se les había negado a los suyos. 

       Entre nubes de polvo, llegaron a su destino. La ciudad a orillas de aquel rio se llenaba de vida. Nunca había visto Winna tanta agua junta. Desde que entraron en la ciudad iba observándolo todo como si de una ensoñación se tratase.

       Toda la urbe en sí parecía un gran mercado. El sistema que se utilizaba más asiduamente que la moneda era el del trueque, cosa que a ella no le extrañó lo más mínimo, ya que hasta un poco después no conocería el dinero.

       Los tintes llenaban de tonalidades el uniforme color terroso que lo  cubría todo. Esto le hizo sonreír, salvo en la naturaleza nunca había podido contemplar una explosión de color como la que aparecía ahora ante sus ojos 

       Aunque el nombre de ciudad le venía grande a ese conglomerado de casas de adobe y paja para Ndaja y los suyos era algo sencillamente grandioso que todavía  conservaba vestigios de su glorioso pasado, ya que fue un centro de aprendizaje islámico, según fueron sabiendo después, cuya  riqueza procedía del  comercio de la sal, el oro, el  marfil y los esclavos. Aunque contemplando la miseria reinante,  a cualquiera le hubiese  costado imaginarlo.

        Disponía de ferrocarril y puerto fluvial a sesenta kilómetros, lo que la convertía en una ciudad abierta y con mucho movimiento.

       Sin embargo sus vidas allí no mejoraron , más bien al contrario. Conseguir el sustento diario se convertía en la ciudad en una lucha sin cuartel y la miseria se hacía más evidente por los contrastes. En su lejana aldea todos eran igual de pobres, pero en la ciudad no. Winna empezó a comprobar como había niñas que llevaban unos preciosos vestidos que convertían a los suyos en tristes harapos. Sus pies, descalzos desde siempre, comenzaron a añorar lo que veía en los de los demás. Hubiese dado cualquier cosa por unos zapatos.

       Trabajaban de sol a sol, cuando encontraban en que hacerlo y cuando no pasaban el día en el inmenso vertedero de la ciudad buscando algo con lo que saciar su eterna hambre.

       Y fue allí precisamente donde oyó hablar por vez primera de que el que había sido su sueño durante los últimos años podía hacerse realidad. 

       Su madre le aconsejó olvidarse de semejante locura, estaba harta de escuchar como muchos de los que lo intentaban acababan engrosando las filas del  cada vez más numeroso ejercito de espíritus que pueblan el océano y como los que conseguían llegar, mejor dicho las que lograban hacerlo, eran esclavizadas  por las mafias que las obligaban a prostituirse. Sabía eso  porque en la ciudad también había extranjeras blancas que se ocupaban de ellos. Estas vivían en un convento y vestían todas igual y aunque se empeñaban en enseñarles nuevos rezos a un Dios diferente al que ellas habían elevado sus plegarias hasta entonces, eran buenas con ellas y cuando ni el vertedero les proporcionaba alimento,  siempre tenían algo que darles.

       Pero Winna era tan cabezona como su padre y no escuchó los consejos maternos. Convencida de que su única oportunidad de futuro pasaba por ese viaje, temible por otro lado ya que las viejas historias que escuchó a sus mayores sobre lo que el mar escondía, venían a su mente una y otra vez. Pero cansada de pelear con las ratas para quitarles un mendrugo de pan, decidió arrojarse en los brazos de la que se le antojaba su única salida.

       Ya le había puesto nombre a su destino, España. Las tubab (blancas) de su poblado nunca identificaron  su país o al menos ella no se percató, pero las monjas sí lo habían hecho.

       Contaba además con la ventaja de conocer su idioma, tantas horas pasadas con aquellas mujeres habían dado sus frutos. Solía pasar todo el tiempo que podía en la casa, como ellas llamaban a su gran choza, sabía que toda información era valiosa para lo que pensaba hacer.

       Se acostumbró a las nuevas oraciones sin mayor problema. En su tribu tenían muchos dioses a los que el chamán invocaba pidiendo su ayuda y a decir verdad poco le habían escuchado. Al llegar a la ciudad tuvieron que aceptar las costumbres musulmanas ya que era la religión más extendida y el morabito (jefe religioso) tenía tanta influencia que interesaba estar bien con él. Poco podía importarle sumar otro dios a los muchos que ya conocía. Quizás entre todos tuvieran más poder que cada uno individualmente

       A quien no lograba entender era a su madre, el resto de progenitores no solo compartían los deseos de sus hijos de embarcar hacia España sino que lo habían convertido en una prioridad en sus vidas. El objetivo de casi todas las familias era enviar a sus hijos al paraíso europeo y empeñaban todos sus bienes para lograrlo.

       Su madre compartía su vida con Nwere, un buen hombre con el que había tenido tres hijos más. Era carpintero y trabajaba de sol a sol para intentar sacar adelante a tan numerosa prole. En él encontró  Winna a su mejor cómplice. Sabía que allí no había futuro y que la única oportunidad para todos ellos era que alguno de los miembros de la familia lograse salir de allí y enviarles el dinero que tan fácil era conseguir en aquellas lejanas tierras. Esta responsabilidad recaía siempre sobre el hermano mayor y en este caso esa era Winna.

       Su oportunidad apareció cuando Nwere comenzó a trabajar en el puerto. Su habilidad pronto lo convirtió en la mano derecha del dueño de la carpintería que  le encargó la construcción de cayucos, últimamente lo más rentable. Su capacidad para trabajar la madera, su habilidad a la hora de unir las diferentes piezas, para  tratarlas después con brea, lo convirtieron en indispensable en el pequeño negocio.

       Así  fue como se materializó el sueño de Winna.

       Ella sabía que el viaje era caro, muy caro. Oscilaba desde los trescientos cincuenta a los mil euros. Solo para conseguir la primera cifra hubiese necesitado guardar el salario de tres años sin tocar ni un céntimo.

       Estaba también la opción de los préstamos, pero de todos era conocido que el precio que se pagaba después era demasiado alto.

       Gracias a la buena relación de su padrastro con su jefe, consiguió que  este le reservase un sitio en la próxima salida a cambio de tres semanas gratis de trabajo. Eso suponía que tendría que trabajar también de noche para llevar algo a su casa, pero el esfuerzo merecía la pena. Sería el principio de una esperanza.

       Comenzaron así los preparativos para la travesía. Su madre fue con ella a visitar a todos los representantes de los nuevos dioses que habían ido apareciendo en sus vidas.

       El Chamán de su primera religión realizó el ritual más poderoso de protección que conocía y espolvoreó sobre ella las cenizas mágicas que la preservarían de todo mal.

       Las monjas le entregaron un rosario y le dijeron que lo llevase siempre encima para que la Virgen la amparase en su nueva vida. Y lo más importante, le facilitaron una dirección y un número de teléfono con el que debería contactar si tenía la fortuna de alcanzar su destino. Le regalaron también un móvil, le enseñaron su manejo y le explicaron que debía mantenerlo apagado hasta llegar a tierra firme.

       Y por último  el morabito le entregó los gri- gri (amuletos) que atados a su cintura espantarían a los espíritus del mal.

       En una bolsa de plástico metió sus escasas pertenencias  y se vistió toda de azul, pensando que al llevar el mismo color que el mar, este la respetaría.

        De abrigo no tenía nada, en su tierra poca falta hacía, pero su hermana menor había  encontrado en el vertedero una chaqueta que le vendría de perlas para protegerse del frio nocturno.

       Cuando llegó el día señalado las lágrimas difícilmente contenidas hasta entonces se desbordaron encogiendo al mismo tiempo su estómago y su corazón.

       Debían embarcar en la playa del Cabo, allí había muchas rocas y era fácil esconderse. La espera fue eterna, los organizadores del viaje cerraban los cupos de embarque con una frialdad que helaba la sangre. La angustia empezaba a hacer presa en su ánimo, si no conseguía embarcar esa noche tendría que esperar de nuevo y se sentía incapaz de volver a soportar semejante tensión. 
 

                                                       3

        

       Al fin llegó su hora. Apenas veía. La luna nueva era el mejor momento para embarcar, pero con ella los espíritus errantes se adueñaban de la oscuridad y el miedo se aferraba a su respiración. Todos callaban, eran cuarenta y dos personas, solo cinco mujeres, contándola a ella. Se apretujaron unos contra otros. Por unos segundos sintió vértigo. Si el tiempo era bueno y no los sorprendía ninguna patrulla, no lo permitiera ninguno de los dioses que la acompañaban, tardarían doce días en hacer la travesía. Sintió angustia de pensar en todo ese tiempo en esa misma posición.

       Por fin el motor se puso en marcha, era un sonido desagradable pero pidió al cielo que no parase. Había escuchado demasiadas historias sobre maquinaria que se estropeaba y cayucos a la deriva perdidos en la inmensidad del gran azul.

       Apretó  con fuerza el rosario y sus gri-gri, necesitaba conjurar a todas las fuerzas celestiales para que llegasen sanos y salvos a su destino, a su soñado y anhelado destino.

       Esa primera noche apenas hablaron. Por primera vez en su vida sintió  como el frio atenazaba su cuerpo, sobre todo en los pies. Nunca había sentido nada parecido y se le antojaba que tal sensación solo podía ser la antesala del infierno. Afortunadamente el  motor rugía incasable, eso impedía escuchar a los muchos espíritus que intuía a su alrededor. Mejor así, si hubiese podido oírlos el pánico se habría apoderado de  ella y no era el sito más adecuado para ello.

       Consiguió  dormirse cuando el sueño pudo más que el frio pero fue de una manera intermitente donde las pesadillas se confundían con la oscuridad de su nueva realidad.

       Nunca pensó que le produciría tanta alegría contemplar la salida del sol. Cuando los primeros rayos empezaron a calentar, la alegría inundó los rostros de los que la expresión del miedo no había desaparecido desde que embarcaron. El jefe de la expedición repartió la que sería su primera ración de agua y les explicó que deberían administrársela para que les durase todo el día.

       Los hombres hacían sus necesidades por la borda, ellas discretamente tapándose como podían unas a otras. Eso el primer día, poco después ese sería un detalle sin la mayor importancia.

       A lo largo de la jornada hablaron sin parar, primero cada uno de sí  mismo, del lugar del que venía, de sus familias, de a donde querían llegar… después la conversación giró hacia lo que cada uno sabía acerca del país al que se dirigían , qué sería necesario y que no.

       En ese momento fue cuando el jefe les recordó que si había alguien que aún no se había desecho de sus documentos identificativos, lo hiciese en ese mismo instante, no convenía que los pillasen con algo encima que delatase quienes eran y cual era su origen.

       Winna descubrió que tenía algo muy valioso para todos los demás, conocía el idioma de los españoles. Durante los días que durase la travesía intentaría enseñarles lo máximo posible.

       Pero de nuevo llegó la noche y con ella el miedo y el frio, un frio tan intenso como indescriptible que les hacia pensar que el calor del sol era solo una quimera.

       Los primeros dolores comenzaron esa segunda noche. Dolían los huesos, los músculos, las articulaciones. Dolía todo tanto que resultaba increíble llegar a creer que se podría resistir así diez días más.

       Si mala era la noche, el día también les enseñó  su lado más amargo, el sol no solo calentaba, sino que también producía quemaduras, sobre todo cuando se mezclaba con la sal del agua que les salpicaba continuamente.

       El tercer día Lowly comenzó a vomitar. Pensaron que sería un mareo, en mayor o menor medida todos lo habían experimentado. Era un joven fuerte, seguro que se reponía.

       Pero a ese primer vómito le siguió otro y otro y otro más. El mal del mar se había adueñado de él. Cada hora que pasaba se le veía más débil. El tiempo parecía alargarse infinitamente y multiplicarse por si mismo una y otra vez. Cada espasmo del enfermo repercutía en todos los demás que parecían perder parte de si mismos en cada nuevo acceso.

       Una noche al  quedarse  dormido, en su debilidad sacó  uno de los brazos por la borda. Se acercaba la madrugada cuando un grito desgarrador los sacó a todos de su somnolencia. Un pez le había devorado parte de la mano derecha. Se la envolvieron como pudieron pero fue imposible calmar su dolor que se sumaba al que devoraba todo su cuerpo.    

       Tras dos terribles jornadas vomitando y sumido en terribles dolores murió. 

       Viajaba con su hermano que lloraba inconsolable en un doloroso silencio. Colocaron el cuerpo al fondo del cayuco para darle una digna sepultura, pero cuando empezó a oler mal, cosa que no tardó mucho en suceder ya que la carne abierta de los restos de lo que fue su mano se pudrió casi inmediatamente, no les quedó más remedio que arrojarlo por la borda.

       Antes de ello uno de los más mayores del grupo elevó una oración por su alma y esbozó un pequeño ritual de despedida.

       A partir de ahí apenas volvieron a hablar. Y el silencio, que solo rompía el motor, volvió a adueñarse de ellos.  

       Cuando esto ocurrió apenas llevaban la mitad   de un terrible viaje que ya se les antojaba eterno. El cansancio, el dolor tan insoportable como debilitante, alargaba los  minutos que crecían en una proporción tan descomunal como el inmenso  mar que nunca acababa.

       Seguían sumidos en un silencio lleno de miedos y esperanza.

       Solo un día el mar pareció enfurecerse con ellos, hasta entonces había permanecido impasible y casi silencioso o quizás simplemente su sonido era ahogado por el incansable ronronear del motor, que ya se les antojaba parte de su respiración. Miraban sin ver ese inmenso horizonte siempre azul El miedo se había instalado definitivamente en sus miradas y casi evitaban mirarse unos a otros para no  ver reflejado en los demás lo que los devoraba por dentro.

       En ocasiones el pánico se adueñaba de alguno de ellos que rompía a llorar inconsolable hasta que su compañero más cercano le pasaba un dolorido brazo por encima para darle al menos su apoyo.

       Ninguno sabía nadar. Casi todos venían de tierra adentro y la escasez de agua era característica general de sus paisajes , por eso cuando el agua saltaba más de la cuenta el miedo amenazaba con convertirse en terror. Y esa mañana cuando la embarcación comenzó a zozobrar más de lo usual, gritos casi histéricos, acompañados de llantos y abrazos compulsivos pusieron su propio sonido al pequeño temporal que afortunadamente no pasó de eso. Aún así las olas barrían la cubierta y la barca amenazaba con agrietarse, cosa que afortunadamente no llegó a ocurrir.

       El sufrimiento de esos cuerpos apretados en el cayuco llegó a ser tan grande que las palabras desaparecieron de los labios de todos ellos.

       Winna se refugió en sus recuerdos, regresó a su aldea y a su infancia. Recordó la lucha de su madre para librarla de la ablación y pensó que los viejos dioses se vengaban de su desobediencia a las tradiciones con este terrible dolor que amenazaba con destruirla. Los labios los tenía completamente agrietados y aunque sus raciones se habían visto disminuidas notablemente con el paso de los días, a ella casi le sobraban. Solo tenía sed, una sed que la devoraba por dentro. Y el escaso tazón de agua que debía durarle todo el día lo agotaba apenas el organizador se lo ponía en las manos. 

       Estaba  a punto de rendirse cuando el jefe dio las buenas nuevas, apenas faltaba  una jornada para llegar a su destino. Si todo salía bien, esa misma noche arribarían a las costas de las Islas Canarias en territorio español, en Europa.

       Habían tenido mucha suerte, solo una baja , ningún temporal y lo mejor de todo, habían logrado escapar a las patrulleras de control.

       Ahora les quedaba lo más arriesgado, tocar tierra firme sin que nadie los viera. Una vez allí ya sabían todos lo que debían hacer, correr. Correr como si no hubieran hecho otra cosa en su vida.

       Al principio, les avisó, sentirían que sus piernas no respondían y es muy posible que cayesen una y otra vez al suelo. No debía  importarles, había  que levantarse o arrastrarse, lo importante era alejarse lo más posible de la línea  de la costa. Era la única probabilidad que tenían de llegar a conseguir el sueño por el que tanto habían luchado.

       En cualquier caso eran muy afortunados, salvo nueve de ellos que con este era su segundo intento, los demás eran primerizos en estas lides y muy pocos lograban arribar con éxito en un  primer intento.

       La luna había ido creciendo a lo largo de su viaje, iluminando cada día un poco más esos semblantes cada vez más aterrorizados. Estaba en fase de cuarto creciente cuando divisaron en la lejanía la anhelada línea de la costa. Eso no les beneficiaba especialmente ya que su luz podía dejar al descubierto su presencia que hasta ese momento había pasado desapercibida. Solo cabía esperar que esas nubes que los habían acompañado durante todo el día no los abandonasen ahora y tapasen en la mayor medida posible a la cambiante reina de la noche.

       Todos lloraban, de emoción, de dolor, de alegría por haber llegado hasta allí, de miedo por si a última hora los descubrían. Apenas se atrevían ni a respirar no fuese a ser que el ruido del aire llegando a sus doloridos pulmones los delatase.

       Winna soñaba con poder despojarse de esas ropas apestosas que la cubrían y arrancar de si ese terrible olor a muerte que inundaba la embarcación. Su cuerpo estaba pegajoso, no solo de la humedad marina sino de tantos días sin ningún tipo de aseo. En un acto de coquetería totalmente fuera de lugar que la hizo incluso ruborizarse intentó ver su imagen reflejada en esas amenazantes aguas que durante ese tiempo eterno habían sido su único mundo. Debo estar horrible, pensó. Y lo absurdo de su pensamiento la hizo sonreír. 

       Llenó  su miedo con la ilusión de estirar las piernas, de moverse, de pisar tierra firme, aunque tenía la sensación de que el bamboleo que había acompañado a su cuerpo durante la interminable  travesía nunca se iría de ella. Como tampoco se iría jamás el ruido del motor y el olor del gasóleo mezclado con el que emanaba de ellos.

       Se preguntó si algún día desaparecería ese dolor que laceraba cada uno de sus músculos y  sus huesos, le pareció imposible que sus articulaciones recobrasen alguna vez la movilidad que, en la que ahora le parecía otra vida, llegaron a tener.

       Recordó  sus viajes a por agua, su marcha hacia la ciudad, la miseria que siempre había acompañado su vida y a pesar de lo maltrecho de su cuerpo y de su espíritu se dijo que lo que estaba haciendo valía la pena y que a pesar de todo lo pasado volvería a intentarlo una y mil veces si fuese necesario para escapar del vertedero, de las ratas, de las hormigas como único menú y de tanta necesidad como había pasado desde el mismo día en que su madre la trajo al mundo tras un matorral depositándola en un lecho de hojas secas.

       Se juró a si misma que sus hijos no conocerían la miseria más que en las historias que ella les contase y que trabajaría con uñas y dientes para devolver a los suyos el sacrificio que habían hecho enviándola hacia el  camino de la esperanza, de la única esperanza. 

       Miró  sus manos agarrotadas por el frio y las restregó una contra otra intentando darles un calor que su cuerpo era incapaz de generar.

       Sintió  sus mandíbulas castañear a expensas de ella misma, lo hacían tanto que habían conseguido ocasionarle un dolor tan fuerte de dientes que incluso llegaba a mitigar todos los demás.

       Pero a pesar de todo ello miraba fijamente a la costa y sentía un deseo irrefrenable de arrojarse al mar y alcanzarla a nado. Si hubiese sabido hacerlo no lo hubiese dudado un minuto. Necesitaba despegarse de ese estrecho y apretado hueco que había sido su único espacio durante ese infernal viaje que la llevaba al paraíso. Porque por muy mal que fueran las cosas, sabía que siempre serían mejor de lo que había conocido hasta entonces.  

                                                        4 

        

        Se acercaba a su destino, al que había soñado desde su lejana aldea cuando escuchaba hablar a aquellas tubat de la existencia de una tierra donde la abundancia era tal que la mayor preocupación de sus gentes era no engordar más. Pidió al cielo que algún día su  mayor problema fuese ese también. 

       El cielo la sonrió desde que llegó a este mundo. Su madre no se cansaba de repetirlo cada vez que contaba la historia de su nacimiento casi milagroso. Y algo de cierto debía haber en ello porque hacía más de un año que ningún cayuco lograba despistar a los vigilantes costeros. El jefe de la pequeña expedición agradeció al cielo su ventura y se congratuló con todos los ocupantes del cayuco, bendiciéndolos por los buenos espíritus que sin duda les acompañaban.

       El ansiado desembarco fue tan rápido que apenas si pudieron percatarse de si sus extremidades les respondían o no. Bajaron de la barca cuando ya hacían  pie y fijaron su vista en la orilla sabiendo que en ello les iba la vida.

       Desde el barco les jaleaban para que corriesen sin parar hasta que las fuerzas les aguantasen. Pero cuando sus cuerpos tomaron contacto con la tierra firme por primera vez en lo que les pareció una eternidad estiraron sus doloridos miembros y los aplastaron contra ese suelo que en ese momento les pareció la mayor bendición del  cielo.

       Winna lloró mientras con sus manos intentaba atrapar la arena que se escapaba entre sus dedos. Intentó ponerse de pie y por dos veces las piernas le flaquearon devolviéndola a esa maravillosa tierra que parecía querer atraparla en un abrazo que ella deseaba por igual. Pero sabía que no podía permitírselo, el éxito definitivo pasaba por alejarse de esa playa lo más rápido posible.

       A su debilidad se le unía la poco consistente arena, a cada paso que daba se hundía casi hasta la rodilla haciendo aún más esforzada su huida.

       Aún así parecía que efectivamente los espíritus estaban de su lado, porque no había nadie, ni controles, ni policías, ni tan siquiera algún pescador trasnochador. En cuanto pudiese rendiría gratitud a todos los dioses que la habían amparado.

       Tocó  su cintura, allí seguían los gri-gri y la bolsa de plástico. Consiguió arrastrase hasta una roca y antes de continuar decidió despojarse de ese nauseabundo olor que la delataba como una recién llegada.

       Recurrió  al método de limpieza que había visto usar a las mujeres de su tribu desde que su memoria alcanzaba. Ante la carencia de agua habían ideado un sistema de higiene personal cuyo origen se perdía en la memoria del tiempo. En la ribera de los ríos, o de lo que anteriormente fue un rio  ella nunca llegó a conocerlos como tales, allí donde la tierra era más blanda hacían un agujero donde cupiese semienterrada la persona que necesitase un baño. Después las demás mujeres la cubrían con la misma tierra húmeda y la dejaban un rato largo. Cuando salía de allí, la tierra se había encargado de absorber todo lo que debía. Era tan efectivo que a pesar de los rigores del clima nunca sintió que alguna mujer de su tribu oliese mal.

       Tras cavar un hoyo lo suficientemente profundo como para enterrarse en él, se despojó de sus ropas y se metió dentro con ellas en la mano. Cuando consiguió cubrirse con la arena húmeda, sintió un placer tan relajante que sus ojos obedecieron a los mandatos de su naturaleza y se cerraron sumiéndola en un profundo sueño.

       Fue el ruido de las gaviotas el que la despertó cuando ya empezaba a amanecer. Al principio le costó saber donde se hallaba, pero en apenas una fracción de segundo tomó conciencia de su situación y salió de su cálido nido limpia y renovada como si hubiese dormido una eternidad.

       Al ponerse de pie, comprobó que sus piernas la mantenían erguida sin muchos problemas. Cogió la ropa de la que se había desprendido la noche antes y sacudiéndole la tierra que se había quedado adherida a ella se la volvió a poner. El efecto en la tela no había sido ni mucho menos el mismo que en su cuerpo, pero algo se había mitigado el apestoso olor y en cualquier caso no podía ir desnuda.  Bebió el último sorbo de agua que aún le quedaba y corrió tierra adentro hasta que el sol estuvo tan alto que el calor la obligó a descansar.

       Atusó  sus cabellos como pudo y estiró sus ropas, los primeros viandantes comenzaban a hacer su aparición, debía intentar aparentar una normalidad que estaba lejos de sentir.

       Por el aspecto de las casas que fue encontrando se dio cuenta de que estaba en las afueras de alguna población. En una de ellas había un tendedero con ropa de mujer y sin pensarlo dos veces cogió lo que pensó que podía servirle y echó a correr con ella hasta que llegó a un apartado recodo en el que cambiarse.

       Con su nuevo aspecto se sintió mucho más segura. Hizo un hoyo en la tierra y enterró sus viejos harapos utilizando una de las plegarias que usaba su abuela para conjurar a los malos espíritus. Con ese acto simbólico enterraba una etapa de su vida e iniciaba otra.

       Ya solo faltaba una cosa para que el día amaneciese del mejor modo posible, necesitaba algo que comer.

        Echó un vistazo a su alrededor, tantos años en el  vertedero le habían desarrollado un sexto sentido indispensable para saber donde buscar. Su olfato la llevó hacia la parte trasera de las casas, pero en la mayoría de ellas los cubos en los que depositaban sus basuras aparecían ya vacios. Descorazonada estaba a punto de rendirse cuando vio que un niño salía de la casa con una enorme bolsa azul como el mar que acababa de dejar y la depositaba en uno de esos contenedores.

       Esperó  un rato y en un ágil y rápido movimiento la sacó y corrió  con ella. Cuando se sintió a salvo la abrió. Su contenido la dejó estupefacta, un mundo que arrojaba eso como desperdicio debía ser incluso más rico de lo que ella había soñado. De acuerdo que el olor no era el más exquisito, pero otros peores habían servido para alimentar a toda su familia y al menos allí no tenía que disputárselo a las ratas.

       La obligada dieta de los últimos días, unida a la que se vio obligada a llevar desde que llegó a este mundo, le habían encogido tanto el estómago que con un trozo de pan y un tomate se sintió saciada.

       Aseada y alimentada pensó que había llegado el momento de llamar al teléfono que le facilitaron las monjas. No quería aventurarse mucho más en el pueblo, era una población pequeña y una forastera de su color sería presa fácil para ser descubierta.

       Empezó  a despegar de su cuerpo la bolsa que ya se había convertido en una  parte más de ella. Pero al intentarlo un agudo pinchazo la hizo encogerse sobre si misma. Se había adherido de tal manera a su piel, que al intentar despegarlo esta se iba con él.

       Estaba  llena de quemaduras y rozaduras y curiosamente  hasta ese momento no había sido consciente de ello, le dolía tanto todo por dentro que ni había reparado en el dolor externo. En ese momento  tomó conciencia de su verdadero aspecto y comprendió que se había arriesgado demasiado llegando hasta donde se encontraba en ese momento. Pensó que despojándose del olor recobraría su aspecto normal, pero era evidente que eso tardaría aún algún tiempo en suceder.

       De manera que se alejó lo más rápidamente posible del núcleo de las casas y se ocultó tras un montículo desde el que era imposible divisarla. Allí decidió rajar la bolsa que llevaba consigo por su parte externa para poder sacar su contenido. Ya la separaría de sí cuando estuviese más fuerte.

       El teléfono estaba tan bien envuelto que le llevó un buen rato abrirlo. Estaba muy débil y todo le suponía un tremendo esfuerzo. Se encomendó a la Virgen, no por devoción sino por afinidad ya que habían sido las monjas quienes se lo habían facilitado y le pidió recordar las explicaciones que le dieron para hacerlo funcionar.

       Cerró  los ojos y tomó aire. De nuevo la fortuna le sonrió y una musiquilla que a ella se le antojó celestial acompañó a la pantalla mientras esta se iluminaba. Tomó el papel que llevaba pegado a la carcasa y marcó uno a uno los números que en él se reflejaban. En ese momento bendijo a las tubat que le había enseñado los números y las letras y como ordenar estas últimas para que formasen palabras.

       Sonó  un tono y dos y hasta cinco que a ella se le antojaron una eternidad, hasta que por fin escuchó un “diga” al otro lado de la línea.

       Su interlocutor ya estaba sobre aviso y le habló despacio y claro, pidiéndole una referencia más o menos fiable  del lugar donde se encontraba. Así lo hizo Winna y cuando su situación quedó relativamente clara, la voz del otro lado le pidió que no se moviera de ahí. Irían a recogerla. Le avisó que tardaría ya que la ciudad estaba algo retirada del lugar en el que ella decía encontrarse.

       Tras las dos primeras horas de espera que pasó durmiendo, el cansancio una vez más vencía a su determinación de mantenerse alerta, consiguió abrir los ojos y quizás por primera vez desde la remota noche en que embarcó, pensó en su familia. Se sintió tan ingrata de no haberlo hecho antes que ese solo pensamiento hizo que las lágrimas llenasen sus ojos. Pero todo había sido tan intenso desde entonces que parecía perteneciera a otro mundo.

       El miedo, el dolor, el terror, habían sido tan fuertes que no habían dejado lugar para nada más. Era ahora al saberse libre del gran azul y de los peligros que este encierra cuando tomó conciencia de su soledad. Y lo hizo de una manera tan brutal que quizás nadie en la historia de la humanidad se sintió nunca tan sola como lo hizo Winna en ese momento. No tenía a nadie que la quisiera, ni tan siquiera a nadie que la conociera.

       Ella era Winna, hija de Ndaja y de Noru un poderoso guerrero de la tribu más valiente de toda el África central... pero allí nadie lo sabía, quizás a nadie le importase... Se sintió tan desvalida que le hubiese gustado hacer otro gran hoyo para que al menos la madre tierra la acogiera en un cálido  abrazo.

       Sintió  algo parecido al pánico. Cuando su respiración comenzó a desbocarse se asustó de veras y sacó toda la sangre de su gente para con el valor de sus antepasados superarse a si misma. Se dio cuenta de que aún conservaba el teléfono en la mano y en un acto irracional lo abrazó y besó, sabiendo que alguien en esa tierra extraña sabía de su existencia y que le importaba lo suficiente como para preocuparse por ella.

       Este pensamiento logró tranquilizarla algo. Pero el vértigo que le había producido asomarse al abismo que se presentaba ante ella aún estaba en su estómago y lo que es peor en su espíritu.

       Cuando sonó el teléfono casi se le cayó,  se había asido a él con tal fuerza que sus uñas estaban marcadas en la palma de su mano. Por fin habían dado con ella. Salió de su escondite y siguió las instrucciones que a través del receptor iba recibiendo.

       El coche verde se acercó hasta ella y casi sin parar se abrió  una de sus puertas. Winna se metió en él y se tumbó en el asiento trasero tapándose con la manta, según le indicó el hombre que conducía.

       El traqueteo del coche y la tensión de las últimas horas de espera volvieron a sumirla en un profundo sueño que se vio arrullado por el ruido de otro motor  que esta vez la llevaba hacia la seguridad y por tierra firme.

       Despertó  en un baño de sudor, eso fue lo primero que llamó su atención, después del frio de las pasadas jornadas creía que nunca volvería a sentir algo parecido a lo que le estaba ocurriendo en ese momento.

       Se incorporó. El silencio y la oscuridad la rodeaban, seguía en el coche pero estaba ella sola. No tenía ni idea del tiempo que había estado durmiendo pero debía haber sido mucho porque cuando la recogieron el sol todavía estaba relativamente alto.

       Oyó  unos pasos y vio al mismo hombre de antes  acercarse hacia el coche. Iba con una monja. Al llegar a su altura la apresuraron a salir y echándole la manta por los hombros la introdujeron en el edificio.

       En una habitación tan blanca como la luz del sol la monja la ayudó a desnudarse y la introdujo en la ducha. La suavidad de la esponja al recorrer su cuerpo y el agua caliente fueron el mejor de los bálsamos para su dolorido cuerpo, nunca había experimentado algo tan reconfortante. Después de secarse la tumbó en una camilla y fue curando sus quemaduras y rozaduras con tanta delicadeza que las lágrimas asomaron a los ojos de Winna.

       - ¿Entiendes mi idioma? – le preguntó quien con tanto mimo la trataba

       Afirmó  con la cabeza y miró a su interlocutora a los ojos quien  acarició sus cabellos con ternura.

       -Si, me dijo Elvira que habías aprendido nuestra lengua. Eso será  una ventaja. Aunque hablar de ventajas en tu situación es mucho decir, eres  inmigrante, ilegal, de raza negra y mujer. Tienes todas las papeletas querida  mía. Me encantaría poder decirte que has llegado al paraíso soñado, pero me temo que esto no es ni la antesala. Aquí te cuidaremos hasta que te repongas, estas en los huesos muchacha y ahí afuera la vida es dura, muy dura.

       -Se como es la vida.- respondió Winna – no me asusta.

       La religiosa sonrió.

       - Eres valiente. Eso está bien, te hará falta. Aparte de eso ¿qué más sabes hacer?.

       -Se acarrear agua, puedo llevar hasta veinte litros en la cabeza sin derramar una gota

       -Eso está muy bien, pero aquí te servirá de bien poco, ya has visto que con abrir un grifo tenemos toda la que necesitamos.

       - Se cocinar y tengo un olfato especial para rebuscar en el vertedero.

       - Técnicas de supervivencia. Esto es Europa cariño es necesario ser operativo, hacer algo que sea útil a los demás. Hablaré con la superiora, mientras te recuperas nos puedes ayudar en la cocina. Ya pensaremos que hacemos contigo.

       Las monjas regentaban un comedor social y aunque los primeros días no salió  de la gran cocina, según sus heridas se fueron curando y su espíritu fortaleciendo fue aventurándose cada día un poco más allá. Así tomó contacto con otras como ella, eran muchos los que acudían allí cada día,  mezclados con vagabundos y pobres de todo tipo y condición . Le sorprendió que hubiese tantos en el supuesto reino de la abundancia.

       Al ir hablando con los que como ella habían cruzado el océano para llegar hasta allí, pudo comprobar que era una auténtica privilegiada. La mayoría habían necesitado más de una travesía para lograr su objetivo y sus historias eran tan dramáticas que la suya le pareció apenas un juego de niños.

       Al principio buscó en cada cara los ojos que durante tantos días habían sido su espejo, pero ninguno de sus compañeros de cayuco apareció por allí en el tiempo que permaneció ella.

       Le explicaron que había muchos comedores como ese y que sobrevivir fuera era muy difícil porque cada día llegaban más.

       El problema era que estaban en  una isla y solo por aire o por mar podía salir de ella. 

       Su situación era muy delicada. Sabía que las monjas corrían un grave riesgo teniéndola allí, estaban infringiendo las leyes del país. Pero no parecían tener prisa por que se fuera y a ella le estaba siendo de gran ayuda.

       Siempre había sido muy observadora y no le costó captar que el sistema de relaciones era muy diferente al de su gente. Le llamó mucho la atención sobre todo la forma en que hombres y mujeres convivían, tan distinta a la que ella había presenciado entre los suyos.

       Sabía que el desconocer sus costumbres la hacía aún más vulnerable, por eso quería empaparse de todo lo que pudiese antes de salir ella sola a ese mundo que la esperaba afuera y al que estaba ansiosa por llegar.

       Quería empezar a ganar dinero para enviar a su familia lo que pudiese. Para eso se habían sacrificado y ella no los defraudaría. Pero no era tonta y sabía que su situación era difícil.

       A través de las monjas conoció a Stelle, llevaba en las Islas tres años y conocía todos los recovecos de la economía sumergida.

       Pronto se dio cuenta de que allí todo estaba más organizado de lo que en apariencia podía suponerse. Los ilegales se dedicaban a la venta de ropa, películas, música, pulseras, collares y todo aquello que fuera susceptible de ser fácilmente transportado. Los abastecía un mismo distribuidor que se llevaba un porcentaje más que generoso de la venta, aparte del precio de coste del producto, de manera que por muy bien que fuesen las ventas, (que cada día iban peor debido a la competencia), las ganancias daban para muy poco.

       Sin embargo había otra opción para las mujeres: trenzar el pelo a las blancas. Les gustaba y estaban dispuestas a pagar por ello. Claro que para eso necesitaba un lugar en el que establecerse y eso también tenía su precio. Según la calle, según cuantos más puestos hubiese en la misma etc... iba subiendo el coste. Los puestos más caros eran los que estaban mejor situados. Y a la vez los que más riesgos entrañaban ya que eran también las zonas mas frecuentadas por la policía.

       Asimilar tanta información y toda ella tan adversa no consiguió doblegar la ilusión de Winna. Era evidente que Stelle llevaba mucho tiempo viviendo entre los blancos y había olvidado de donde venía. Ella no. Ella todavía tenía impregnado su olfato del olor a miseria. La abundancia que cada día contemplaba en esa inmensa cocina no le hablaba de pobreza, sino de todo lo contrario. Y eso que las monjas se quejaban continuamente de la escasez de medios... ¡Por todos los dioses! Si su gente llegase a disfrutar alguna vez de todo eso posiblemente nunca volverían a embarcarse en un cayuco.

       Había llegado hasta allí y nada ni nadie la iba a detener, estaba dispuesta a afrontar todos los obstáculos y a aprender todo lo que pudiese de ese extraño y abundante nuevo mundo.  
 
 
 
 
 
 
 
 

                                                     EPILOGO 
 

       Dos semanas más tarde, la puerta del comedor se abría para Winna. Esta vez pasaba por la puerta principal, no escondiéndose  bajo una manta, como cuando llegó. La brisa acarició sus mejillas y sonrió. Respiró profundamente observando lo que había a su alrededor y tuvo la certeza de que allí había un hueco para ella.

       Las hojas que su madre recogió para que amortiguasen su llegada a este mundo, la seguirían protegiendo, nada podía ser peor de lo que ya había vivido. Cada paso que diese a partir de ese momento sería siempre para mejorar su vida y la de los suyos. Se prometió a si misma que nunca olvidaría quien era y de donde venía.

       Tampoco olvidaría a Lowly y a todos los que como él se quedaron en el camino. Tenía la certeza de que por muchas murallas que levantaran y por muchos barcos que vigilasen las costas, la afluencia masiva de hambrientos y desesperados seres humanos no había  hecho más que empezar.

       Muchas nuevas historias se unirían a las que ya tenía para contar a sus hijos. Al igual que a ella le transmitieron las leyendas de su tribu, ella  les hablaría  de otros valientes guerreros, aunque en esta ocasión habría también guerreras como ella, que se vieron obligados a invadir a otros pueblos, no para subvertir su orden sino para formar parte de él, tampoco motivados por la ambición de conquistar nuevos territorios sino empujados por el hambre. Quizás esa era su mayor fuerza, no tenían nada que perder. Y eso los hacía invencibles y poderosos.

       Con ese  ánimo alentando su espíritu Winna avanzó hacia su nueva vida, no miró hacia atrás, siguió firme siempre hacia delante. Y perdiéndose entre la gente, desapareció.  
 

                                                                                                            Concha Casas

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