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Gea

CARTAS DE AMOR

Cartas de Amor



Julia miró a su abuela. Acababa de encontrar en el viejo arcón una carta. Estaba tan amarillo el papel que por un momento pensó que ese era su color original, pero enseguida se dio cuenta de que era el tiempo quien lo había coloreado.

Buscaba un disfraz para su fiesta y sabía que la abuela guardaba allí viejas prendas con las que seguramente podría confeccionarse el mejor de ellos. Al abrir la tapa lo primero que vio fue una pequeña caja de madera. La había visto en ocasiones anteriores, a veces mientras le contaba viejas historias su abuela le mostró su contenido para ilustrar lo que narraba. Sabía que dentro estaba el viejo peine de carey con el que se peinaba las trenzas cuando era como ella. Allí también guardaba dos peinas de nácar, con las que se recogió el pelo la primera vez que asistió a un baile, y los viejos cubiertos de plata que le regalaron sus padres cuando hizo la primera comunión. Un pendiente de oro cuyo compañero desapareció misteriosamente y el broche de perlas que le regaló el abuelo.

La apartó y comenzó a sacar las prendas intentando encontrar la que hallaba buscando. Enseguida se fijó en un precioso delantal bordado a mano con hilos de colores tan brillantes que parecía que alguien los alumbraba desde el interior. Formaban un precioso dibujo de una fuente en un precioso jardín. Le recordó algún rincón del parque de María Luisa por el que había jugado cuando era una niña. Era tan bonito que le extrañó no haberse fijado antes en él. Lo colocó sobre su falda para contemplar el efecto que producía y fue entonces, al introducir sus manos en él, cuando encontró el sobre.

No ponía nada en su exterior pero la curiosidad pudo más que la discreción y lo abrió sacando el amarillento papel que contenía.

Una picuda y varonil letra cubría toda la hoja por ambos lados. Tres palabras la encabezaban: A mi diosa.

Algo parecido a un calambrazo la recorrió entera, como si la pasión con la que esas palabras habían sido escritas se conservase intacta en ellas a pesar de lo inerte del papel y del mucho tiempo transcurrido.

Era una carta de amor, pero ¿qué podía hacer una carta de amor en un mandil de su abuela?

Levantó los ojos y fue cuando la miró. Allí estaba como siempre desde que la recordaba. Muy mayor, muy arrugadita, muy pequeña, en su mesa camilla mirando a través de la ventana y escuchando la radio que desde que las cataratas habían cubierto parte de sus pupilas se había convertido en su inseparable compañera.

-¿Por qué me miras así niña?-

-¡Jo! Y luego dices que no ves - protestó Julia escondiendo la carta. -No veo leer, pero a ti te vería en cualquier parte. - dijo riéndose - . Sabes que veo los bultos tontita. Además con el ruido que estás haciendo como para no saber que estás ahí.

Salió de la habitación, cerrando primero el arcón y dándole un beso como siempre hacía, pero llevándose la carta

A mi diosa de pelo negro y andares valientes – continuaba la misiva- a la que añoro desde mis noches de vendavales en las que sueño con tus ojos grandes y negros, tan negros como tu pelo negro.

¡Dios mío, que pasión! ¿Quién escribiría algo así y a quien iría dirigido? Sin poder contener su curiosidad dirigió sus ojos al final de la carta

A mi amada Julia, Tuyo siempre, Pedro

¡No podía ser!. Julia era su abuela, ella se llamaba así por ella y nadie más en la familia llevaba ese nombre.

¿Y Pedro, quien era Pedro?. El abuelo se llamaba Juan y se casaron cuando ella tenía 17 años y él 23, no había tenido tiempo de otros amores... a no ser qué...

Dirigió la vista hacia el encabezamiento y la fecha marcaba 1949, es decir si sus cálculos no fallaban quince años después de que sus abuelos contrajeran matrimonio.

Un nudo se le hizo en el estómago. Si todo eso era lo que parecía su abuela había tenido un amor prohibido en una época en la que el adulterio estaba castigado con la cárcel.

Sacudió la cabeza, se estaba dejando llevar por su imaginación, al fin y al cabo solo era una carta, podía ser de un admirador que nunca fue correspondido.

Dices que nos conocimos en otra vida – continuaba - ¿y tu crees que a una mujer como tu, una vez conocida, aún en otra vida, se la puede olvidar? ¿se pueden olvidar sus cadencias, sus pechos de nácar, la blancura de sus muslos? Era evidente que platónico no había sido, pero le costaba trabajo creer, ni tan siquiera era capaz de imaginar a su abuela en los trances que describía su apasionado amor

Intento contener mi tinta, que no sea acequia que se desborde, pero mis propósitos llegan tarde. Tus ojos moros me robaron el alma y tu cuerpo de hechicera la aprisionó. Te sueño cada noche como volcán que arrasa, mi lujo imposible, mi secreto amor.

Cada línea que leía penetraba en su alma como si esa carta estuviese dirigida a ella misma. Las lágrimas anegaron sus ojos, tanto sentimiento no deja indiferente a nadie.

Volvió al cuarto donde la inspiradora de esas líneas dejaba pasar los últimos años de su vida.

-¿Qué te ocurre niña? ¿No será cosa del amor?

Terminó de decir esas palabras y un suspiro tan profundo como doloroso salió de su viejo corazón.

Y entonces Julia supo que ese cuerpo viejo albergaba un alma joven que había amado mucho.



Concha Casas

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