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Gea

DESDE EL ESCAPARATE


DESDE EL ESCAPARATE.   

La veía pasar cada día. La conocía casi desde que era una niña y vivía con sus padres en la casa de al lado de su tienda. Había visto tantas cosas desde el escaparate de su negocio que bien  podría afirmar sin miedo a equivocarse que era un experto en los usos y costumbres de los habitantes del pequeño pueblo en el que decidió instalarse hacía ya casi cuarenta años.

Adela, era una muñequita la primera vez que entró en su tienda. La traía su madre en el cochecito y era tan linda que se prendó de ella apenas le agarró el dedo con el que quiso quitarle el chupete. Había visto crecer a casi todos los niños y las niñas del pueblo pero a ella, quizás por aquel primer gesto con el que le robó el corazón para siempre, le tenía un afecto especial.

Veía su vida transcurrir casi fotográficamente, vino a verlo cuando se le cayó el primer diente, cuando se vistió de comunión, cuando aprobó aquel curso que parecía que se le había atragantado... luego comenzó a distanciar sus visitas. Se hizo una mujercita y tenía mejores cosas que hacer que ir a saludar al viejo tendero. Aún así, como en un acto reflejo, aunque no entrase en la tienda, siempre miraba de reojillo a ver si lo veía y si sus ojos se encontraban una sonrisa pícara le daba el saludo de siempre.

Después conoció a Pepe, era más o menos de la misma edad que ella, pero desde bien pequeño se adivinaba en él una agresividad nada recomendable.

Su vecina, la madre de Adela, entró  varias veces llorando en la tienda preocupada por esa nueva amistad que aunque a ella no le gustaba nada, parecía ir peligrosamente a más.

-Hable usted con ella Miguel, a usted le hará caso. Ya sabe cuanto lo quiere, siempre lo ha escuchado y desde que murió su padre yo no hago carrera de ella. No me gusta ese chico, no me gusta para mi niña...

Pero de nada sirvieron los consejos que el buen Miguel le dio. Se había enamorado. Y aunque a él tampoco le gustaba el galán de la niña, no en vano lo llevaba viendo todos esos años como jugaba en la placeta con los otros niños, como abusaba de los más débiles, como hacía trampas y como se reía de sus propias maldades, llegó a pensar que quizás el amor y la dulzura de Adelita fuesen capaces de cambiar el carácter del joven.

A ella se la veía  feliz, reía a todas horas y su carita parecía relucir con ese nuevo sentimiento que la embargaba.

El día de su boda repitió el antiguo ritual y apareció ante los ojos de Miguel en el mismo umbral de su tienda, donde la vio aquella lejana tarde con su chupete en la boca y más tarde vestida de comunión. Todas esas imágenes pasaron por la mente del tendero que no pudo evitar emocionarse ante el recuerdo tan tierno que la imagen de Adela vestida de blanco había despertado en él.

A partir de ahí, todo fue cambiando. La veía pasar cada día como siempre pero ya nunca entraba. Él se daba cuenta de que algo no funcionaba, que la alegría se había escapado del rostro que antes tan bien la cobijaba. No la veía jamás sonreír, andaba deprisa, con la cabeza bajada mirando al suelo, como no queriendo enfrentar la mirada.  

Unos meses después como si fuese un espejismo, Adela volvió a ser la de antes. Entró un día en la tienda y sin previo aviso se echó a su cuello. Iba a ser mamá y parecía que la noticia había devuelto a su mirada el esplendor y la alegría de tiempos pasados. Su madre también respiró aliviada y se confesó con su vecino, a quien también había evitado en los últimos tiempos. Le era demasiado doloroso compartir sus más terribles temores. Parecía que todo marchaba, quizás solo necesitaban asentarse como matrimonio y traer una criatura al mundo para que las cosas fuesen mejor.

Pero efectivamente  fue un espejismo, apenas tenía el niño dos meses de vida cuando la sombra de la tristeza volvió a cubrir el rostro de Adela. Lo que quiera que fuera que ocurría solo lo sabía ella y no parecía dispuesta a querer compartirlo con nadie más. Volvió a agachar la cabeza al pasar ante la tienda y a acelerar el paso.

Miguel la observaba con tristeza, recordaba a aquella niñita siempre tan feliz, siempre tan dicharachera y le partía el corazón verla cabizbaja y cargando con esa pesada carga, fuese la que fuese, que parecía aplastarla contra el suelo.

Un tiempo después volvió a verla embarazada, pero lejos de la alegría de la primera vez, en esta ocasión su pesada barriga parecía hundirla aún más. Era la viva imagen de la tristeza y la desesperación.

Por eso cuando al año siguiente oyó  el desgarrado grito de la madre de aquella niña  que amarrando su dedo lo amarró para siempre a su corazón, no tuvo que preguntar qué había ocurrido. Se dejó caer en su silla y mirando por ese escaparate por el que ya nunca la vería pasar, se echó a llorar.


Concha Casas

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